martes, septiembre 13, 2011

Aquella tarde

La tenue luz del sol ya guardaba sus últimos rayos y eso mismo indicaba la hora de partida.
La estrechez del camino era un punto a favor, de un lado árboles y del otro, los autos que pasaban.
La tomé de la mano y nos pusimos a caminar, ni siquiera asimilaba el hecho de que era mía. Sólo me preocupaba por vivir el momento sin que importase nada más.
—Vamos por aquí. —me dijo
—Ni siquiera hay camino por ahí, sigamos defrente. —respondí.
—Sólo sígueme y verás.
Sin más opciones —y tampoco las buscaba— decidí seguirla pues no perdía nada, es más, ganaba.
Cuando estuve a punto de decirle que era yo el que tenía razón pues no había camino por ahí me habló.
—¿Ves? Te lo dije.
Nunca hubiese imaginado que podría haber un parque tan grande y a la vez tan tranquilo. Lo único que resonaba eran los canticos de los pajaros al borde de las ramas en lo más alto de los inmensos árboles.
Nos adentramos en el parque y pasamos hasta por un riachuelo donde se podía ver aves tomando un poco de agua. Ya para ese entonces no había nadie, sólo la naturaleza, ella y yo.
Poco nos importo las llamadas de su papá y hasta apagó el celular, nos echamos en el cesped con la mirada fija y hablamos. La sentía tan mía que nada podía arruinar ese momento. 
Probablemente si ella no decía el camino ya para esa hora hubiera estado en su casa y yo en camino a la mía pero no lo hizo, y valoré eso.
Cayó el anochecer y me desperté, sí, nos habíamos quedado dormidos juntos en la más inmaculada tranquilidad y veíamos las estrellas brillar como nunca, casi como si estuvieran cayendo sobre nosotros cual lluvia.  Ya era hora de irnos, y así fue.
 Lástima que de esa tarde queden sólo recuerdos, ni las estrellas.